Bueno, como ya estoy harta de tanta preventiva y tanto test, y encima no tengo sueño, os voy a contar la historia del esquizofrénico que se coló en mi clase cuando estaba en primero, obedeciendo así a una petición que me hicieron en uno de los foros para que contara la anécdota.
Antes que nada, os sitúo a los que no habéis estado nunca en la facultad de Valencia: está al ladito del Hospital Clínico Universitario, con el que comparte una pequeña plazoleta, que a veces se llena de pacientes que salen a la calle con su pijama y su gotero, algunos de ellos para fumarse sus cigarros, otros para tomar el fresco. Algunos de estos pacientes, sobretodo los del grupo de los psiquiátricos, tienen la costumbre de entrar y pulular por la facultad, dando lugar a situaciones tan esperpénticas como la que os voy a contar.
Corría la primavera del curso 2001-2002, y en un aula de la planta baja de la Facultad de Medicina de Valencia discurría una aburrida clase de bioquímica. Pasaban 20 minutos ya del inicio de la hora, cuando un hecho insólito nos despertó del maravilloso mundo del metabolismo glucídico y de sus rutas. Un hombre de aspecto descuidado, que debía de rozar la cuarentena, hizo su entrada en el aula. Vestía unas bermudas cortas (prenda inusual para el fresco que aún hacía), un chaleco azul y una camiseta de manga corta debajo. Entre sus manos, un vasito de café de maquina, del que no paraba de remover el palito. Barba de tres días, pelo sembrado de canas, ojos azules.
Caminó hacia el fondo del aula, para sentarse en la última fila, al lado de los compañeros que habían llegado los últimos a esa clase. Todos nos miramos extrañados, pues evidentemente, no era un habitual en nuestro curso. Además, nos sonaba de verle por los pasillos de la facultad, siempre solo, caminando errante.
Permaneció sentado unos minutos, atendiendo a la explicación del catedrático de bioquímica, hasta que, por sorpresa, levantó la mano, a la vez que exclamaba:
- Señor profesor, señor profesor… ¿puedo decir una cosa?
- Dígame usted (respondió el catedrático, un poco a la defensiva, pues la situación empezaba a ser incómoda)
- “Todos los enzimas son proteínas…. Pero no todas las proteínas son enzimas”.
- Cierto, señor. Lleva usted toda la razón.
El comentario levantó un murmullo de exclamación y carcajadas entre los estudiantes, que se fue atenuando a la vez que el catedrático reanudaba la explicación para continuar con la clase.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando el sujeto volvió a levantar la mano. Esta vez, exclamó:
- Señor profesor, señor profesor…. ¿puedo encenderme un cigarrito?
El catedrático, visiblemente aún más incómodo, le contestó, a la vez que usaba el puntero para señalar el cartel con el emblema del cigarrillo tachado que presidía el aula sobre la pizarra:
- No, señor, aquí está prohibido fumar.
- Es queeeee… es queee… (al hombre le empezó a temblar la voz y se puso en pié)… Si no fumo, me pongo muy nervioso… me pongo muy nervioso y puedo hacer alguna locura, eh??
Esta vez, el murmullo que se levantó entre los estudiantes fue de desconcierto y algo de temor.
- Pues siéntese usted, y estése tranquilito, que si no, vamos a tener que llamar a alguien…
Estas palabras del profesor irritaron al hombre, que salió de su fila y comenzó a caminar hacia el catedrático:
- ¿¿a quién vas a llamar, eh?? ¿¿a quién vas a llamar?? A tu madre, eh?? A tu puta madre??
Todos nos temíamos ya lo peor, incluido el catedrático, que con un gesto firme, asió con fuerza el puntero de madera, lo apoyó en el suelo y se colocó frente a él, preparándose para repeler una eventual agresión.
Afortunadamente, cuando llegó a la primera fila, el hombre se dirigió hacia la puerta en vez de hacia el profesor, jurando en arameo y diciendo mil barbaridades, para finalmente salir del aula soltando un tremendo portazo.
Se hizo un silencio sepulcral, que fue roto por un murmullo de alivio. “Si es que, aquí dejan entrar a cualquiera, porque nunca ha pasado nada… hasta que un día pase”. Al final, todos nos reímos, incluido el profe.
Pero la nota cómica la puso un compañero que estaba sentado en un banco, en el pasillo, al lado de la puerta de clase, esperando a que acabara la hora para entrar. Nos contó que vió salir al hombre a toda prisa tras el portazo, y que al pasar a su lado, soltó un pedo en su cara y le dijo “toma, para ti”. El chico salió corriendo.
El tema de debate fue: ¿Se deberían de tomar algún tipo de medidas de vigilancia en las aulas para evitar situaciones como ésta? En los últimos años a veces veíamos guardias jurados por los pasillos, pero se contrataron para evitar los robos en los departamentos...
Bueno, espero que os hayáis entretenido!
Me voy a dormir, que mañana me espera Gestión!!
Hasta pronto!
Antes que nada, os sitúo a los que no habéis estado nunca en la facultad de Valencia: está al ladito del Hospital Clínico Universitario, con el que comparte una pequeña plazoleta, que a veces se llena de pacientes que salen a la calle con su pijama y su gotero, algunos de ellos para fumarse sus cigarros, otros para tomar el fresco. Algunos de estos pacientes, sobretodo los del grupo de los psiquiátricos, tienen la costumbre de entrar y pulular por la facultad, dando lugar a situaciones tan esperpénticas como la que os voy a contar.
Corría la primavera del curso 2001-2002, y en un aula de la planta baja de la Facultad de Medicina de Valencia discurría una aburrida clase de bioquímica. Pasaban 20 minutos ya del inicio de la hora, cuando un hecho insólito nos despertó del maravilloso mundo del metabolismo glucídico y de sus rutas. Un hombre de aspecto descuidado, que debía de rozar la cuarentena, hizo su entrada en el aula. Vestía unas bermudas cortas (prenda inusual para el fresco que aún hacía), un chaleco azul y una camiseta de manga corta debajo. Entre sus manos, un vasito de café de maquina, del que no paraba de remover el palito. Barba de tres días, pelo sembrado de canas, ojos azules.
Caminó hacia el fondo del aula, para sentarse en la última fila, al lado de los compañeros que habían llegado los últimos a esa clase. Todos nos miramos extrañados, pues evidentemente, no era un habitual en nuestro curso. Además, nos sonaba de verle por los pasillos de la facultad, siempre solo, caminando errante.
Permaneció sentado unos minutos, atendiendo a la explicación del catedrático de bioquímica, hasta que, por sorpresa, levantó la mano, a la vez que exclamaba:
- Señor profesor, señor profesor… ¿puedo decir una cosa?
- Dígame usted (respondió el catedrático, un poco a la defensiva, pues la situación empezaba a ser incómoda)
- “Todos los enzimas son proteínas…. Pero no todas las proteínas son enzimas”.
- Cierto, señor. Lleva usted toda la razón.
El comentario levantó un murmullo de exclamación y carcajadas entre los estudiantes, que se fue atenuando a la vez que el catedrático reanudaba la explicación para continuar con la clase.
No habían pasado ni cinco minutos, cuando el sujeto volvió a levantar la mano. Esta vez, exclamó:
- Señor profesor, señor profesor…. ¿puedo encenderme un cigarrito?
El catedrático, visiblemente aún más incómodo, le contestó, a la vez que usaba el puntero para señalar el cartel con el emblema del cigarrillo tachado que presidía el aula sobre la pizarra:
- No, señor, aquí está prohibido fumar.
- Es queeeee… es queee… (al hombre le empezó a temblar la voz y se puso en pié)… Si no fumo, me pongo muy nervioso… me pongo muy nervioso y puedo hacer alguna locura, eh??
Esta vez, el murmullo que se levantó entre los estudiantes fue de desconcierto y algo de temor.
- Pues siéntese usted, y estése tranquilito, que si no, vamos a tener que llamar a alguien…
Estas palabras del profesor irritaron al hombre, que salió de su fila y comenzó a caminar hacia el catedrático:
- ¿¿a quién vas a llamar, eh?? ¿¿a quién vas a llamar?? A tu madre, eh?? A tu puta madre??
Todos nos temíamos ya lo peor, incluido el catedrático, que con un gesto firme, asió con fuerza el puntero de madera, lo apoyó en el suelo y se colocó frente a él, preparándose para repeler una eventual agresión.
Afortunadamente, cuando llegó a la primera fila, el hombre se dirigió hacia la puerta en vez de hacia el profesor, jurando en arameo y diciendo mil barbaridades, para finalmente salir del aula soltando un tremendo portazo.
Se hizo un silencio sepulcral, que fue roto por un murmullo de alivio. “Si es que, aquí dejan entrar a cualquiera, porque nunca ha pasado nada… hasta que un día pase”. Al final, todos nos reímos, incluido el profe.
Pero la nota cómica la puso un compañero que estaba sentado en un banco, en el pasillo, al lado de la puerta de clase, esperando a que acabara la hora para entrar. Nos contó que vió salir al hombre a toda prisa tras el portazo, y que al pasar a su lado, soltó un pedo en su cara y le dijo “toma, para ti”. El chico salió corriendo.
El tema de debate fue: ¿Se deberían de tomar algún tipo de medidas de vigilancia en las aulas para evitar situaciones como ésta? En los últimos años a veces veíamos guardias jurados por los pasillos, pero se contrataron para evitar los robos en los departamentos...
Bueno, espero que os hayáis entretenido!

Me voy a dormir, que mañana me espera Gestión!!
Hasta pronto!