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El primer día del resto de mi vida

Freddy The Boy cc

«Suena el despertador y salto de la cama a apagarlo antes de que despierte a todo el vecindario. Todo está en silencio en casa, sólo se escucha el frenético latido de mi corazón y el leve ajetreo del tráfico a través de la ventana. Me siento en el borde de la cama y miro fijamente el calendario: un llamativo círculo con fluorescente verde rodea el número nueve del mes de septiembre. Ha llegado, es el primer día del resto de mi vida.

Inicio la que será mi rutina durante las próximas semanas, meses e incluso años, y disfruto del último respiro de aire de un verano que tardaré muy poco en echar de menos. Media hora de autobús, una más de tren, una parada de metro… intento leer en el trayecto, pero el nudo de mi estómago no me lo permite, el muy egoísta me obliga a centrarme en él, me recuerda todo lo que está a punto de suceder. Salgo de la boca de metro, cierro los ojos y me doy la vuelta. Al abrirlos me esperan las vistas que me sacarán una sonrisa todas y cada una de las mañanas: las Cuatro Torres que perfilan el cielo de Madrid a unos pasos de distancia; el hospital La Paz con sus médicos, enfermeras y demás personal paseando, tomando café y recordándome (aunque aún no será necesario tenerlo presente) que sí, que Medicina se termina. Medicina. Una palabra de significado demasiado grande para su significante, un sueño que se haría realidad en un edificio un poco más pequeño situado a unos pasos del hospital. «»Facultad de Medicina, Universidad Autónoma de Madrid»». En mi MP3 comienza a sonar City of Angels, de Thirty Seconds to Mars y la voz de Jared Leto dice: here our dreams aren’t made, they’re won. Y es que en ese momento no podía ni imaginar lo real que era todo, que esa frase guardaba más certeza de la que puede corresponder al azar.

Los estudiantes nos dirigimos al Aula Magna como hormiguitas, y nos sentimos como tal ante la magnitud del peso que estamos a punto de cargar sobre nuestros hombros. Observo a los que serán mis compañeros de carrera, de facultad, de sueño (pronto en el sentido más literal de la palabra) e intento imaginar cuánto tiempo llevan queriendo estudiar medicina y por qué, cuál fue su reacción al enterarse de que lo habían conseguido, qué pensaría de ellos unos meses después… pero los nervios no me permiten hablar con nadie, estoy demasiado abrumada como para decir nada coherente. El Decano comienza a hablar y nos explica algo que no olvidaré nunca, que el Aula Magna está construida con forma de caja torácica porque nosotros, los que hemos conseguido entrar allí, somos el corazón de la Facultad.

El acto de bienvenida finaliza y revierto el proceso, pero en el camino a casa no puedo evitar que se me escapen algunas lágrimas, las primeras de muchas que caerán a partir de ese momento: lágrimas de agobio, de impotencia, de cansancio… pero esas primeras lágrimas son de felicidad. «»Lo he conseguido»», pienso, «»voy a ser médico. Voy a salvar vidas»».

Aquel primer día de clase aún no conocía a los peculiares profesores de este circo de los horrores que es UAMtánamo; no conocía los maravillosos tochos, esos que siempre dices «»no, no, yo voy a estudiar del libro, que no me fío del tocho»», pero luego acabas agradeciendo la existencia y labor de Ramón; no conocía a la Doctora Rodrigo, en cuyas clases de Embriología da miedo hasta respirar por si te dice alguna bordería o no sabes lo que te pregunta y te mira mal (aunque al final se le coge cariño y cuando empiezas con Anatomía I echas de menos enterarte de algo en clase); tampoco conocía Bioquímica, asignatura en la que en ciertas clases parece que te has metido a un curso avanzado de japonés (incluso ahí te enterarías de más cosas); ni al Doctor Aragón, al cual no conseguirás entender a menos que tengas un máster en traducción de su idioma al castellano común (en la primera clase suya intentas coger apuntes, pero de la luxación de muñeca que te da por lo rápido que habla no lo volverás a hacer en ninguna más de sus clases, y si no os lo creéis esperaos a la clase de regulación del metabolismo del glucógeno… oh, sí); ni siquiera las evaluaciones en seminario de dicha asignatura, en las que sacar más de un cinco es tan complicado como conseguir prestar atención en bioestadística y no morir de aburrimiento en el intento. Ya puestos a ello, tampoco conocía las ingentes, maravillosas y baratas palmeras de chocolate de la cafetería, que junto con el café de 0,5€ me arruinarían el bolsillo y el intento de hacer dieta (aunque después de las clases del Doctor Portillo dirás: para qué, ¡lípidos a mí!). Y así un largo etcétera que concluye con una frase que el profesor de Bioética nos refirió a principio de curso y que me hizo pensar en lo precipitado que fue aquel pensamiento al volver a casa el primer día: no vamos a salvar vidas, la gente muere antes o después; la labor del médico va más allá, y basar nuestra carrera en ese deseo sólo nos acabará frustrando.

En definitiva, sólo dos meses y medio después de haber dado comienzo a esta aventura que es estudiar Medicina, después de haber asimilado que es una carrera de fondo, de aguante, de presión por todas partes, de exámenes a todas horas y test que nos hacen sentir inútiles y que no valemos para ello (ese pensamiento será tu peor enemigo, pero puedes usar el Lehninger o el Alberts para aplastarlo y que no te haga rendirte), de un horario de mierda -con perdón- que nos hace ver más a los bedeles que a nuestros propios padres, de cafeína en cantidades industriales (créeme, vas a dormir más encima de los apuntes que en tu propia cama), de lágrimas, sí, pero también de sonrisas, ánimos y, sobre todo, de personas y compañeros que hacen que todo ello valga la pena… después de todo eso, soy más consciente que nunca de que no es ni la punta del iceberg, que aún me quedan más maravillas y espantos que descubrir, y que a veces me plantearé por qué no podía haber elegido estudiar otra cosa (sobre todo cuando todos tus amigos estén de fiesta un viernes y tu estés estudiando, más estresado que en selectividad, porque el sábado a las diez de la mañana tienes un examen final de Biología Celular).

Pero la respuesta siempre será más que evidente: porque entonces nunca habría sabido lo que es la verdadera felicidad.»

 

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